domingo, 2 de agosto de 2015

Amanecimos juntos, desnudos.

Y ahí la tenía, entera para mi. Entregada en cuerpo y alma; estaba aún soñando. Por un momento, la miré de reojo; la luz de la luna la hacia más pálida aún. Me fijé en lo bonitos que tenía los labios y recorrí con la mirada toda su silueta.
Comencé a llenarla de besos, besos lentos, llenos de pasión. Con cada uno de ellos borraba parte de mi pasado.
Cuando por fin la tenía entre mis brazos, completamente desnuda, noté que desprendía calor, en otras condiciones hubiera sido normal; pero era un calor distinto, quizá era toda su energía. Me gustaba aquella sensación.
Y de un momento a otro, ahí la tenía, proclamándose una diosa. Para mi, había sido siempre un plato prohibido. Solo quería que el tiempo pasara más lento, que parase el reloj por un par de horas, o para siempre, tal vez. No pedía tanto, simplemente que la noche no acabara, no aquella noche.
Me había armado de valor para explorar todo su cuerpo, armado con mis besos y ayudado con algunas caricias. Cuando llegué al corazón, jamás imaginé que pudieran existir tantas ruinas juntas. Aquello era peor que Roma, sin embargo, mucho más bonito.
Amanecimos juntos, desnudos. Dormimos a la luz de la luna y era el sol, quien nos daba los buenos días. Su cabeza contra mi pecho, mis manos enredadas en su pelo y todo un amanecer regalado a nosotros. La tenía a ella, no podía pedir nada más.

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