Tiene los labios secos, en un tono rosado, dulce y natural. Las ojeras están amoratadas y tiene el pelo desordenado. La fiebre le ha pintado las mejillas, como hace ella cada sábado frente al espejo, la hace parecer más niña, más inocente, y me encanta.
Su mano izquierda queda vagamente apoyada en la almohada, justo delante de su nariz. Mientras que, la punta del dedo índice de su mano derecha, roza mi pecho.
No puedo dejar de mirarla. Me inclino hacia delante, le beso la frente y empieza a desperezarse. Adoro el tono de voz que tiene cuando aún está medio dormida.
La habitación está empezando a llenarse de luz, en un ambiente cálido y anaranjado. Ella abre los ojos, ¡y qué ojos! Son color café con leche, bordeados de un relajante verde claro. Se que cuando llora, o cuando le da luz directamente, el iris se vuelve completamente verde y son increíbles.
Me besa, se acurruca en mi y yo la abrazo. Por un momento se para el tiempo, cierro los ojos y sonrío. Ambos nos quedamos callados, disfrutando de nosotros, del silencio, del amor.
Pienso en que quiero acostumbrarme a vivir en este estudio con ella, quiero acomodarme a verla por las mañanas soñando a mi lado, hacerme a la idea de que este es nuestro hogar. Pero, aunque este último mes está siendo duro para ella, para mi, para los dos, es toda una suerte empezar el día así, está siendo el mejor domingo del mes y pienso aprovecharlo.
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